Alvaro Mutis JaramilloPor: Gilberto Montalvo Jiménez

Y se fue… voló al infinito cuando saltó de su buque el Gaviero sin inmutarse dejando atrás 90 años de  existencia paradójica entre las mieles del Rey sin corona y las lúgubres noches de prisión en Lecumberry.

Los excesos del bon vivant para acariciar las veleidades de sus amigos de cultura lo llevaron indefectiblemente a un exilio tenaz que lo confinó por siempre en el D.F. pasando por el rigor de un carcelazo que le dejó  el tiempo necesario para esculpir  con maestría sus inclinaciones poéticas y su magistral manera de escribir en  elocuente prosa sin medidas ni  distancia de la hermosura de su pluma de dandy culto.

Atrás quedó el encanto por Félix  Mendelssohn cuando por cinco centavos entraba a la biblioteca nacional de Bogotá a leer con desenfreno los clásicos no importara que al lado estuviera un desconocido Gabriel García que se hacía el pendejo ante la exuberancia del imponente Gaviero en gestación.

Encantador por naturaleza con su traje de chaqueta gallineta, zapatos de goma de marca italiana y unos pantalones ocres tan largos como su compostura atlética le daban un aire imperial que se juntaba  a su voz de barítono, la misma que aun sesenta años después, identifica a la HJCK, la emisora de su íntimo  Álvaro Castaño Castillo.

Sibarita de línea moderada anduvo caminando por el mundo sin importarle que en Bruselas de la mano de su madre se perdiera a los tres años  por horas ante la impaciencia de sus familiares y el esperado reencuentro sin importarle un pito.

Clásico en todo, incluso, para enamorar discretamente con su mirada de marinero triste en puerto desconocido con un vaso de coñac que escanciaba con ternura extrema recordando las viejas historias de la finca familiar Coello en el Tolima ancestral donde dejó colgada alguna vez una hamaca de lino que usaba para mantenerse en forma de galán contumaz.

Idílico su Maqroll igual a su progenitor de nariz aguileña extrema y cejas pobladas de turco terrígeno que transportó sus querencias y nostalgias de puerto en puerto entre la frontera de vivir o morir, dejando siempre la impronta del marino itinerante hasta llegar al puerto seguro de una muerte tranquila cuando un impulso traicionero a sus noventa le pegó directo en el corazón debilitado por la acumulación del amor eterno por sus amigos. Aunque al decir de Carmen Ballces los poetas de su dimensión no mueren se transportan a otras dimensiones a ese infinito que hoy lo tiene en el éter desconocido.

Este militante de la buena vida consideró inútil hablar de la muerte porque era menester mantenerla a distancia o por lo menos controlada, control que le mantuvo en lejanía hasta este 22 de septiembre cuando lo  llevó  las instancias superiores de la nada.

El pasado 25 de agosto, día de su cumpleaños, con su habitual parquedad en las entrevistas los periodistas de la W, entre ellos su amigo Alberto Casas, no pudieron sacarle más que unos lacónicos monosílabos que entraban en las ondas de radio como una distancia indescifrable. Se confirmaba de manera absoluta su irremediable  rechazo a hablar de si mismo y menos con la intangibilidad del teléfono. Sólo mirando a los ojos puedo entretenerme con mi interlocutor, decía apacible.

Cuando de su vida al lado de la diplomacia paterna llegaba en barco a Buenaventura se enamoró irremediablemente del mar que iba evocando en su periplo desde el puerto del pacífico hasta Coello pasando por nuestro departamento el que quedó  grabado en la mente del Gaviero como esculpido en mármol. No por menos Gabo, su amigo del alma, relató en el prólogo de la Mansión de Araucaíma que Mutis “En Roma, en casa de Francesco Rosi, hipnotizó a Fellini, a Mónica Vitti, a Alida Valli, a Alberto Moravia, a la flor y nata del cine y de las letras italianas, y los mantuvo en vilo durante horas, contándoles sus historias truculentas del Quindío en un italiano inventado por él, y sin una sola palabra de italiano”

Se fue Álvaro Mutis Jaramillo, el hijo de Josefina  y Santiago en medio del frenesí del D.F. esa enorme ciudad que lo acogió y  le dejó las huellas del Palacio Negro, la terrorífica Lecumberry, que no solo le afinó su sentido crítico de la vida sino que lo elevó a las alturas de las celebridades de la literatura universal  y en su recuerdo siempre quedó mi Quindío del alma lo que animó mi amor por su pasión de marinero irredento y por leer con frenesí sus obras que de una u otra manera me han dejado una huella que me acompañará hasta cuando llegaremos también a esa nube negra del no retorno para  quedar de nuevo en esa nada espuria de la nada incierta.

 

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