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El colombiano del común, tal como lo conocemos, con sus frustraciones atávicas y euforia quebradiza, parece estar necesitado de íconos y cuando no existen los crea. En el contexto normal los iconos representan algo para la sociedad, bien sea porque la interpreta o la complementa culturalmente. Tenemos, por ejemplo, el icono de la maldad protagonizado por la imagen de la chusma azul o roja, la guerrilla, los narcotraficantes, los paramilitares y últimamente los que arrojan ácidos en el rostro de las mujeres.

Encantadores de serpientes, leguleyos de todo tipo, demagogos en trance, historiadores sin asidero real,  comunicadores genuflexos, politiqueros sin eco y otros pelambres de la ignominia nacional y regional se regodean por ocupar el atril desde donde propagan la obnubilación mediática, conscientes que el  ser humano por sus mismas debilidades parece estar necesitado de iconos, de símbolos que sustituyan el pensamiento cognitivo.

En el campo de la informática, tan latente hoy día,  un icono es un pequeño gráfico en pantalla que identifica y representa a algún objeto (programa, comando, documento o archivo), usualmente con algún simbolismo gráfico para establecer una asociación. Por extensión, sin adentrarse en la simbiología, el término icono también es utilizado en la cultura popular, con el sentido general de alegoría; por ejemplo, un nombre, cara, cuadro e inclusive una persona que es reconocida por tener una significación, representar o encarnar ciertas propiedades.

Los iconos son imágenes estereotípicas que identifican de manera muy clara a alguien o a una idea en particular. La gente sabe, de entrada, que si le ponen una imagen del senador y ex¬presidente Uribe, pese a su efecto teflón entre la muchedumbre, la gran mayoría de colombianos demócratas la rechazaremos de plano, porque representa lo peor del autoritarismo camuflado, la corrupción al más alto nivel del Estado, las chuzadas del antiguo DAS, los privilegios de Agro Ingreso Seguro y los paramilitares gobernando el país desde el sótano de Job, amén de todo el concurso de felonías que lo identifican como lo peor que le pudo pasar a este país en los últimos lustros.

Otros íconos son orientados por los medios de comunicación, como la oleada de violencia y falsos arquetipos para nada ejemplarizantes que pululan en los canales privados nacionales, con sus seriados en la franja familiar que distorsionan los valores del colombiano de bien, los cuales traen consigo aparejada una oprobiosa influencia que permea la vida de todos nosotros. Nadie, cabe decirlo, está inmune a este bombardeo de globalización de  información subcultural, en donde se nos insinúan las maneras de vestirnos, de comportarnos, de actuar, de pensar, etcétera.

En el plano regional, están los íconos derivados de la cultura paisa, como los negocios con ventaja, el lastre de los que no pertenecen a las mejores familias, el carriel donde se guardan los dados del juego para acceder a una vida muelle y se tornan a la postre en alternativas clientelistas; el apego a la tierra y esa fastidiosa y degradante limitación entre los del norte y del sur, o los de arriba y los de abajo. O qué tal el ícono de las iglesias vendiendo el cielo eterno mediante diezmos y contribuciones, o sus pastores con sotana o sin ella convertidos en figuras redentoras de la cosa pública; pero también tenemos los íconos periodísticos, elevados por si mismos a la condición de verbo eterno infalible, que quitan y ponen aspiraciones políticas y descalifican a quienes no se pliegan a sus designios; otro tanto podría argüirse de los íconos de la contratación que se ganan a dedo todas las licitaciones, o los de más allá que con su arrogancia no caminan por que levitan y el peor de todos el ícono de la desigualdad de oportunidades que constriñe a las clases populares a vivir sumidos en la inferioridad por que no son bendecidos por la misericordia divina ni ungidos por el palmarés de la tradición en el poder.

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