Por: Alberto Luis Gálvez Mejía 

Como foco distractor del atafago electoral que nos permea, a unos más que a otros, incluido este propio articulista, quiero referirme en la ocasión al caso de las vendedoras y vendedores ambulantes, no para pontificar sobre el desnivel social que representan, ni la fealdad del paisaje urbano que generan, dirán las señoras de “bien”, y ni siquiera para abocar analíticamente la informalidad, sino para aludir a un fenómeno real y palpitante que ha puesto a la señora Alcaldesa de la ciudad y a los funcionarios de su cohorte a desvariar proponiendo ensayos que nada solucionan.

Además de ser un motivo de preocupación constante, no sólo en la realidad quindiana, la presencia de importantes sectores de población que no tienen acceso a empleos remunerados o se encuentran sometidos a distintas formas de subempleo e informalidad, plantea en principio no sólo la ineficacia reguladora del Estado y su incapacidad para encauzar la vida económica de la gran mayoría de sus ciudadanos, sino la existencia de un fenómeno: las ventas callejeras, sin que se adviertan estrategias efectivas para contrarrestar sus efectos, o al menos intentar su inserción en el mercado laboral.

Las aceras de Armenia, han visto surgir y asentarse en ellas,  básicamente dos tipos de ventas callejeras; las de víveres y manufacturas, de un lado, destinadas al abastecimiento regular de las clases populares, las cuales funcionan prácticamente  como “centros minoristas al descubierto”, y de otro, las de consumo inmediato y de servicios.

Las segundas, no presuponen como las primeras, la existencia de una demanda, sino que la crean a partir de la oferta, mediante el convencimiento a los peatones, sin distingos de clases sociales, de la motivación gastronómica tradicional y facilidad de consumo.

Al reflexionarse sobre dicha caracterización nos encontramos con las ventas callejeras de alimentos, desarrolladas generalmente por personas del sexo femenino,  y hablamos en concreto de las vendedoras de tinto y muy particularmente de AREPAS, así con mayúsculas, que constituyen la dieta mañanera de muchos conciudadanos, esparcidas por toda la geografía cuyabra conformando el ingreso, per cápita dirán los entendidos, de muchas mujeres cabeza de hogar que encuentran en ello la forma de contrarrestar los efectos de la pobreza y sacar adelante a sus hijos, muchos de ellos técnicos y universitarios en aras de profesionalización.

Ahora bien, cuántos de nosotros nos arrimamos a esos puestos a devorar con deleite esa vetusta torta de maíz con la que fuimos criados, como legado de la culinaria paisa?, acompañadas de un buen tinto o pintado. A esas mujeres que garantizan día a día la alimentación de varias generaciones, deberíamos hacerles un homenaje relevante mediante incentivos que les permitan continuar con su generosa labor, evitando en la práctica la desnutrición total a la que nos induce el desempleo y la indigencia, esa misma condición que no aparece fielmente reflejada en los índices de desarrollo y mucho menos en las estadísticas del DANE.

Antes que caer en el teoricismo, se trata de agradecer a esas damas que se queman a diario las manos con carbón, para que niños y adultos emprendan la cotidianidad sin la fatiga del hambre.

Bienvenidas pues las areperas, sin contrasentidos infamantes, que engalanan el panorama  citadino, despiden por doquier el olor de lo asado como una reminiscencia de tiempos idos y nos proporcionan el primer alimento diario.

 

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