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Por: Alberto Luis Gálvez Mejía

Se puede estar de acuerdo o en desacuerdo con las ideas del periodista y escritor Miguel Ángel Bastenier, sobre el tema de la objetividad, respecto a la cual arguye simplemente que no existe, similar tratamiento que le da a la exactitud, puesto que las noticias son producto de un juicio subjetivo. Así fuese lógico dicho aforismo, no empero sobrevive el concepto ontológico de responsabilidad como estructura fundamental de los valores éticos, cuya principal incidencia se manifiesta en nuestros actos y la forma en que estos pueden afectar o dañar a otra persona o a un determinado entorno social, razón suprema que lo considera como principio orientador de todas las actividades del periodista.

Si bien, no es posible evitar que un periodista, como cualquier otra persona, desarrolle su propia visión del mundo y, como parte de ese proceso, busque una vía para intentar plasmar las bondades de determinada ideología, y puede por tanto apostarle al candidato de sus preferencias, y puede hacerlo público si así lo desea. El problema es si debe hacerlo, teniendo en cuenta las consecuencias que podría acarrear esa decisión.

¿De qué consecuencias hablamos? De las más cotidianas, pero no por eso menos importantes. Por ejemplo, puede ser hasta cierto punto válido que el periodista exprese su opinión e inclinación por algún candidato pero de todas maneras estas afectan, en mayor o menor medida, el producto informativo que tiene entre manos, donde su influencia es mayor y termina por restarle calidad, convirtiéndola en panfleto o ediciones de pasquín pernicioso que en aras de la defensa del aspirante de sus afectos termina de carambola destruyendo con sevicia a su adversario en contienda.

Así las cosas, ante esa circunstancia de un periodista que toma partido por una opción, llegando incluso a la confrontación abierta, nadie gana y pierde el público, supuestamente el fin del servicio informativo, pero también pierde el periodismo, ya bastante desprestigiado justamente por el predominio de propietarios y funcionarios de medios, que inexorablemente conducen al comunicador a plegarse a intereses absolutamente lejanos a los que constituyen la esencia de su servicio comunicativo e integrador.

Con esos antecedentes, que bien caen las voces no aisladas como las del Pepillo Marín y el punzante Gilberto Montalvo que arremeten enhiestas contra esa caricatura de autonomía exhibida por el Director del diario local,  en los debates televisivos con los aspirantes a la Gobernación del Quindío y la Alcaldía de Armenia, especialmente en este último, pasando de moderador imparcial al más triste oficio de “postrado” al servicio de los intereses politiqueros que gravitan alrededor del Cura Osorio y el señor Álvarez, por más maquillaje de independientes con el que pretendan embadurnar su figura, se nota a contraluz su compromiso clientelista con la Casa Carriel y su heredera natural. En el caso de los alcaldes, poco falto para impedirle a José Manuel Ríos su intervención, ensimismado por las lucubraciones cuasi filosóficas de Álvarez, que más parecía dictando una obsoleta cátedra magistral que explicando su programa de gobierno.

Antes que indignación la actitud del director del rotativo en mención, me produce inmensa tristeza de ver como un gran hombre y estudioso analista de los hechos ciudadanos, amén de exponente brillante de la ciencia de la comunicación, termina convertido en consueta de causas fallidas y apóstrofe de soluciones ridículas, ventiladas a medias entre la oratoria religiosa y la cavilación metafísica, portando el estandarte fundamentalista, que raya en el dogmatismo y el sectarismo, para expandir a través de la prepotencia de los personajes de sus amores la verborrea de un bien concebido libreto de embustes y demagogia para descalificar a quienes no comparten sus puntos de vista, o no se arrunchan a sus intereses de casta. Lástima que un personaje de su talante adopte un cliché que no es moderado, independiente y mucho menos democrático.

A este tipo de periodistas inmersos en un rol que los minimiza, les vienen como anillo al dedo las palabras del escritor Santiago Gamboa en el periódico El Tiempo, refiriéndose a la dignidad: “El problema de la dignidad es que todo el mundo tiene una, y por lo tanto responde a historias individuales y a umbrales de aceptación o tolerancia muy diversos, y por eso, con demasiada frecuencia y al ser esgrimida en contienda política, es más bien la máscara o la pudibunda metamorfosis de otras palabras que tienen bastante menos prestigio y aceptación, tales como venganza, odio, resentimiento”.

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